viernes, 30 de octubre de 2015

EL LADRÓN DE ESTRELLAS


(Texto introductorio del número 0 de La Antibiótica, 2014, revista literaria fallecida tras el parto.)


Por Emilio Losada



Yo soy el ladrón de estrellas
todas las noches cojo un par de ellas
y no lloran les doy coca cola
las mimo de buena forma
les pongo camisón,
también les digo la verdad
la cúpula celeste no brillará
les enseño a no pensar y a besar
nadie me atrapará
las tengo en mi techo
de rojo pasional
y les doy de fumar
hachís del nueve
pues moradas están divinas
soy el ladrón de estrellas
nadie me atrapará
la cúpula celeste no brillará
y no lloran les doy coca cola
las mimo de buena forma
les pongo camisón
y les digo la verdad
la cúpula celeste no brillará.

Fernando Cañas (De Diamante roto. EH Editores, 2007)





«No es fácil hablar de Fernando.» Estas seis palabras las he oído y leído más de una vez en las últimas semanas. No, no es fácil hablar de Fernando Cañas, y escribir sobre él ni les cuento. Su final fue un mazazo para los que tuvimos el privilegio de conocerlo, la herida no está cerrada. He intentado escribir sobre Fernando varias veces en los últimos diez años –sobre todo en los últimos seis, desde que llegó a mis manos su poemario póstumo, Diamante roto–, pero nada, que no encontraba las palabras, no había manera. En contraprestación, opté por lo fácil: añadir su nombre en las dedicatorias de una novela e incluir un poema suyo de cuatro versos al inicio de un capítulo de la misma cuyo fondo hace prescindible la lectura tanto de ese capítulo como de toda la novela. El multidisciplinar Juan Diego Fernández, compañero de miserias y grandezas y hermanísimo político del poeta, afirma en el inicio al prólogo a esta maravilla de libro que la poesía de Fernando es «verdad». Yo añadiría que sus versos van a la yugular: no sólo ponen el dedo en la llaga, es que el muy avieso te clava directamente la uña y escarba en ella. La poesía de Fernando se te mete en el cuerpo, te retuerce las entrañas, te noquea. Muy pocos vates tienen ese don. Fernando pertenece a esa raza de poetas que son capaces de sacarte las vísceras con cuatro versos. Les juro que no me pierde la amistad, mi absoluta adhesión a la idiosincrasia del tipo en vida. Si Fernando leyera esto saldría corriendo sonrojado, o quizá me rogaría que lo destruyese. Antinarcisista contumaz –y eso que su poesía es totalmente del yo–, el muy truhán siempre me negó su condición de poeta. O más bien me dejaba caer que sí, que algo de poesía sí que escribía, pero que el resultado era del todo prescindible, banal. Conmigo podía salirse por esa tangente porque lo frecuenté cuando él era ya treintañero –un servidor recién inauguraba la veintena–, pero a sus coetáneos, a sus camaradas de trasiego, no podía mentirles: claro que escribía, pero menospreciaba sus versos, aseguraba que eran una porquería, ya ven ustedes. Una porquería que he tenido ocasión de comprobar que es capaz de embelesar de inmediato tanto a directores de editorial, críticos literarios, letraheridos atormentados y lectores acérrimos de poesía como a neófitos absolutos en la materia. ¿Minusvaloraba su obra acaso por pura y llana timidez? ¿O es que simplemente temía exponerse demasiado? Lean:

Las hienas que hacen
poesía en los sepulcros
somos nosotros,
con nuestra mediocre maldad.
Mira estas palabras tibias
que caen sobre el suelo como babas.


Es difícil escribir sobre Fernando, sí, pero yo soy un embaucador y de vez en cuando he de hacer alarde de ello. Soy tan embaucador que a veces logro embaucarme a mí mismo. Puede que este invento de La Antibiótica no sea más que una simple excusa, una treta de mi subconsciente para forzarme a escribir al fin unas líneas en recuerdo de Fernando. Todo ha venido dado, si el primer número lo protagoniza Fernando no me queda más remedio que remangarme para dedicarle al fin unas líneas. Me pongo a ello agotando el plazo que prácticamente yo mismo me he dado, y empiezo bien de mañana, una mañana de noviembre en Sevilla de ésas tan del agrado de literatos y de pirados, gris y gélida, para desarrollar las notas que he ido tomando durante las últimas semanas. Cierto es que esto de la revista es un viejo sueño, anterior incluso al óbito del poeta, pero el embaucador se sube a este tranvía que está a punto de realizar su primera salida para quitarse dos dardos que hace tiempo que le están dando la lata a base de bien. El primero de ellos se me clavó en el estómago cuando una tarde de 2004 me enteré, por medio de Mary Joe y Paca, las hermanas Ruiz, de la muerte de Fernando. El segundo me dio de lleno en el alma cuando adquirí mi ejemplar de Diamante roto en la presentación del libro en Sevilla, en abril de 2008. Ya no era sólo la muerte del amigo y del compañero… ¡es que este bribón de Fernando era un enorme poeta! Sólo bastaron unos minutos de ojeo para darme cuenta (cuidado, que yo antes que escribemonas soy esteta, y a mucha honra). No voy a entrar en detalles escabrosos sobre su final, pese a que sin duda contribuirían a atrapar nuevos adeptos para el cañasianismo. Mucho morboso es lo que hay, ya saben. Yo me quedo con el Fernando ingenioso, lacerante, algo cenizo y puñetero hasta el paroxismo. El Fernando civil era un personajazo de padre y muy señor mío, y esta circunstancia puede ayudar a comprender mejor la tesitura del Fernando poeta. Sucumbamos ante la evidencia: obra y artista siempre han ido de la mano, más si cabe en el caso específico de los bohemios y de los bardos. ¿Qué les voy a contar? ¿Les suena Espronceda, Poe, Rimbaud, el divino Sawa, Jacobo Fijman (¡descúbranlo de una vez!), los Panero…? Pues eso.

Tengo muy mala memoria, pero siempre recuerdo el primer día en el que conocí a las personas que han sido importantes en mi vida. Recuerdo el sitio, el aspecto que tenían, por qué estaba yo allí, detalles así. No ocurre con Fernando. No recuerdo cuándo ni dónde lo conocí. Fernando tenía una facilidad pasmosa para pasar desapercibido, se sentía cómodo en su segundo plano, al abrigo de las sombras. Todo apunta a que el primer encuentro se produjo en el verano de 1994 en Sevilla –por medio de Mary Joe y de Paca, eso seguro–, más que posiblemente en el X, garito sito justo enfrente de la antigua estación de Córdoba, el mismo que al año siguiente, tras un forzado y oscuro traspaso, se reconvirtió en el polémico Arny. Íbamos todas las noches allí, y en una de ellas conocí a Juan Diego, por entonces marido de Mary Joe. Simpatizamos enseguida gracias a nuestra profunda y sincera devoción por la filmografía de Mariano Ozores en general y por ¡Que vienen los socialistas! en particular («Que vienen los socialistas, tururú, tururú./Que vienen los socialistas… wow!»), para ambos una joya infravalorada de la por otra parte injustamente infravalorada cinematografía del maestro Ozores. Para mí que Fernando andaba por allá esa noche, pues pasaba bastante tiempo en Sevilla en aquel tiempo, ya que en la ciudad vivía tanto su hermano Manolo como su ecléctico compañero de correrías ochenteras Juan Diego, junto al que, en su faceta de saxofonista y compositor, llegó a probar fortuna en el Madrid de la movida con los grupos Affaire Niñamónica y Hambre y Moral. No recuerdo pues el momento y el lugar exacto en el que conocí a Fernando, pero sí mis primeras conversaciones con él, cuando al fin se arrancó. Me habló de su ático en el gaditano barrio del Mentidero –más adelante supe que se trataba de un mínimo cobertizo de azotea–, de las bondades del pescado azul a la plancha y, sobre todo, cómo no, del amor. Y es que esto del amor a Fernando le podía. Dar con la mujer ideal, la definitiva, era su obsesión. La mujer, una sola, en singular, la que lo había de rescatar del hundimiento, de una inmersión abisal nada vocacional:

Despedí a la lógica
como a una incompetente empleada
y abracé tus piernas
como el náufrago al madero.

También hablamos de literatura, yo le daba la murga con Baudelaire, Rimbaud, Kerouac, Céline (no me juzguen apresuradamente, apenas era un veinteañero incipiente y esas literaturas adolescentes estaban aún frescas; si aún tengo en una alta estima a todos esos autores ahora, imagínense en aquel entonces). Más tarde que pronto, como suele suceder en el sur, se advino el otoño, pasaron los meses y nuestras vidas se volvieron a tropezar en verano por obra y gracia de un programa de variedades de Canal Sur, Ventanas de sol. Las hermanas Ruiz, que formaban parte del numeroso equipo de producción del programa, fundaron aprovechando esta circunstancia una suerte de ONG encubierta para roqueros ociosos. El trabajo consistía en actuar de figurantes en las actuaciones musicales del programa, que se emitía de lunes a jueves por la tarde, cada semana en un pueblo o ciudad distintos de la geografía andaluza. Dos veranos estuvimos fingiendo tocar la guitarra, el bajo, la batería y el teclado con Pablo Abraira, Paco Clavel, Rayito, Niña Pastori, Lucía, algún superviviente de los Manolos o con cualquier folclórica en horas bajas a la que Canal Sur, en su calidad de televisión oriundista, daba cancha. Nuestro cometido era tumbarnos en el césped del hotel o parador nacional de la localidad donde montaban el chiringuito para dar buena cuenta del catering mientras esperábamos nuestro turno en el escenario. Después buscábamos una pensión barata y nos pulíamos lo que nos sobraba de las diez mil pesetas diarias que cobrábamos en los bares de la zona, y al cierre de éstos acabábamos en los pubs del paseo marítimo si la localidad era costera, como solía ser el caso, o en las discotecas de las afueras en las interiores, a duras penas intentando hacer oídos sordos a lo último de Azúcar Moreno, Ricky Martin o los cachetes, pechitos y ombligos del vergonzante vástago de Betty Missiego. Le dábamos a la sinhueso continuamente, fueron dos veranos sin burladeros ni salidas de emergencia, muchas horas juntos en bares, restaurantes, pensiones y casas de huéspedes. Y Fernando, que con su aspecto desgarbado, sus entradas y su rictus serio y abnegado daba más el pego como camarero de cafetería aparentosa que como músico, venga a hablar del amor, y algo, poco, de poesía, y yo venga a intentar sonsacarle y a darle la tabarra sobre que si yo también hacía mis pinitos en esto de encabalgar versos, que si en prosa quería dejar a un lado los relatos cortos para aventurarme con una novela, y él sin soltar prenda sobre su oculta condición de poeta, que no había manera, que cuando salía el tema zarandeaba la mano como hacía cuando rechazaba ciertas químicas, o clavaba la mirada en el suelo hurgándose la nariz, como diciendo «ya te callarás, pisha, ya te callarás». El poeta oculto, el poeta que fingía no serlo, negaba la mayor. ¿Por qué lo hacía? ¿Acaso le aterraba lo que salía a veces de su mordisqueado bolígrafo? Ciertamente, todos esos versos premonitorios te hielan la sangre. Transcribo completa esta joya de la lírica ibérica moderna, qué caray:

Los fantasmas de la tempestad
están danzando a mi alrededor
y por la supuesta sombra
que atraviesa el cristal
se ha detenido la luz del farol
pensaría que son amigos
del ruidoso desorden
de mis monstruos personales
de vez en cuando
uno se cae por las escaleras
y no le pasa nada
entonces se piensa
que la vida merece otra oportunidad.

Ya puestos, vean cómo acaba ésta:

Silencio en un mar de plomo.
Caigo al vacío.
Y ni siquiera un fin incierto.
No tengo más que de lo preciso.
Mi vida te echa de menos.

¿Videncia rimbaudiana, quizá? Lo tengo tan pensado... Pero yo no me reconcomo la moral a estos respectos. ¿De qué sirve? Lo que tiene que llegar llega y punto. Nos podía haber pasado a cualquiera. Eso sí, también creo que a veces la poesía la carga el diablo. Me refiero a la poesía mayúscula. Lean:

Cayó rodando a las calles,
al infierno más frío,
se destrozó el cuerpo
contra la nada gris y negra
de las noches urbanas.

Intrigas y cábalas aparte, algunos emborronamos doscientas páginas y no conseguimos transmitir ni la mitad. No sé cómo nos empecinamos en seguir intentándolo, la verdad. ¡Ah, y no hablemos de la forma de estos poemas! A la poesía de Fernando nada le falta, nada le sobra; con las herramientas justas –no le confiere importancia a la puntuación y a menudo se pasa por la entrepierna las normas de la sintaxis; escribe, dibuja y pinta en servilletas o en cualquier superficie que se le tercie–, te mete en su tesitura, en su soturno y límpido desánimo:

El silencio es una fiera
hambrienta de amor
el día sin buenos días
no tiene sol ni luna
de qué están hechos
los días sin ti
son orillas sin pisadas
camas sin deshacer.

Fernando sufría por amor, sí, pero no todo el tiempo. No había más que compartir una botella con él para descubrir al Fernando socarrón, al Fernando de la risa torcida, al gaditano recalcitrante, el Fernando de las descacharrantes críticas gastronómicas ante la mediocridad de una tapa, al de la risilla condescendiente cuando yo le aseguraba que prácticamente no hay nada destacable en poesía en este país desde Miguel Hernández… Pero a la primera de cambio emergía ese Fernando autocomplaciente que gusta de recrearse en su aflicción. Leemos en «Por un desliz lingüístico»:

Mis masturbaciones han sido
semillas de suicidio
es todo tan absurdo,
si al menos pudiera
palpar tu vómito
ya que mis toqueteos
te resultaron tan insulsos,
no cabe posibilidad
para el caído
que estuvo escurriéndose
durante unos segundos
en tus filosóficas nalgas.
Fuiste engendrada por sábanas negras.
Perdí.

Y remata otro poema de esta forma:

Por eso yo sé
dulce animal
vagabundo de mis rincones
la importancia de un cigarrillo
a medias.

El amor, el dichoso amor que no llegaba. Sufría Fernando por ello, ansiaba con vehemencia el advenimiento de ese amor ideal que habría de liberarlo del insidioso spleen; pero mientras tanto hacía de las suyas, que no se nos iba a hundir. El anecdotario cañasiano es abundante, tanto por acción como por omisión. Era orgulloso Fernando, y se enervaba a menudo. Recuerdo cuando uno de los jefazos del programa, harto de verlo figurar, le dijo gritando a Mary Joe que estaba hasta los cojones de aquel tipo, todo el santo día en la misma esquina del escenario con el bajo, con esa pinta y tal. Le dieron un descanso de unos días al figurante larguirucho con el consiguiente agravio económico que eso le suponía, y Fernando, claro, se cabreó. Como también se cabreó cuando al ir un día a recoger su acreditación para poder permanecer en el recinto de la Expo 92 –Mary Joe había logrado colocarle como mozo de carga pese a su quebradiza complexión–, se percató horrorizado de que en la misma rezaba «Fernando Cacas». La rabieta le duró a nuestro poeta todo el tiempo que de su cuello hubo de pender sí o sí la acreditación que tenían que llevar obligatoriamente los trabajadores de la Expo durante toda la jornada. En otra ocasión, en Sevilla, se disponía a tapear con unos amigos en un bar.  Les dieron comida en mal estado. Sus acompañantes le aseguraron que en la ciudad era normal que la comida estuviera podrida, que la gente estaba acostumbrada y consumía de buen grado lo que le pusieran por delante. Fernando, que se lo creyó a pie juntillas, no daba crédito; no le entraba en la cabeza que esos excéntricos sevillanos consintieran semejante afrenta culinaria. Fernandadas como éstas las hay a porrillo. Una más: concierto de Willy de Wille en el Auditorio de Sevilla en el 94, entra Fernando con Juan Diego en el camerino tras el show; el bueno de Willy, otro loco romántico, comentaba que le había impresionado sobremanera la luna de Sevilla, y Fernando le suelta: «¡Tú lo que tienes que hacer es venir a fumarte un porro a la Caleta, pisha!»

La última vez que lo vi fue en la fiesta del bautizo de Ximena, la hija de Mary Joe y de Juan Diego, el 4 de julio del 98. Tocamos en el patio de un restaurante de Jerez un elenco de urgencia formado por Fernando al saxo, Manuel Pajarracas a la batería y un jovencísimo Juano Azagra y un servidor a las guitarras. Por fin tocaba en directo con Fernando. Resultaba prácticamente imposible dar pie con bola con aquel saxo atronando sin cuartel detrás de mí. La forma de tocar el saxo de Fernando era… como muy particular, digamos. Consistía en dar la tabarra sin parar desde el principio al final de la canción en transcurso, que además ni habíamos ensayado. Me recuerdo muerto de risa intentando defender «Skinny Minnie», de Bill Haley, con un Fernando desatado con el saxo, rendido a un furibundo acceso rocker. Tras el recital lo acompañé a coger el taxi que habría de llevarlo a Cádiz. Fernando se había mostrado muy feliz ese día. Ya en la parada de taxis le interrogué sobre la causa de su contento y me confesó que se había enamorado –lo cual no era una novedad–, que era correspondido –lo cual era una novedad– y que encima la chica se iba a vivir con él a su famoso ático. La Chica de la Tienda de los Veinte Duros.

La luz muerde mi pecho,
transmite la sabia de las flores,
la sed de agua pura,
el amor que llega.

Nos dimos un abrazo, se metió sonriente en el taxi y desapareció de mi vida para siempre. Ay, Fernando, Fernando…

La lluvia percute en los cristales. Se me vienen a la cabeza aquellos célebres versos de Verlaine que más de una vez comentamos, lo bueno es bueno antes, durante y después. Es hora de ponerle el punto y final al trance. Un receso y a corregir los muchos desaguisados perpetrados, que este texto, aparte de no ser escabroso, tampoco ha de ser llorón. No, no ha sido fácil escribir sobre Fernando, he hecho lo que he podido. En realidad, toda esta parrafada podría resumirse en unas líneas que me envió Mary Joe: «No es fácil hablar de Fernando, no tengo palabras, es un tipo que me superaba. Todo: su azotea, sus servilletas de papel de váter mientras comías una caballa, su boli raído, su cinismo escatológico, su semen a flor de piel ante cualquier curva, su romanticismo de “quiero a la mujer del Veinte Duros”, su “en habiendo papa y huevo”…»

En este punto sólo me resta dar las gracias a las hermanas Ruiz por provocar el encuentro con el humano y, en nombre propio y de todos los cañasianos de hoy y de mañana, a Juan Diego por darnos a conocer al inmenso poeta.

Ya ves, querido Fernando, nuestras vidas te echan de menos. ¿O qué te creías, pisha, qué te creías?




Sevilla, 13 de noviembre de 2014