miércoles, 18 de octubre de 2023

SUSTOS (barrabasada sobre "La química del color", de Pepe Pereza)

 

Hacerse uno con el dolor es volverse indestructible.

Alan Pauls

Hay obviedades en las que no está de más insistir, máxime cuando brota tanto diletante a veces hasta bienintencionado de algo contra todo pronóstico aún bien considerado como la lectura o la escritura: descartado definitivamente un mínimo rigor en publicaciones especializadas, en los separatas culturales o en los audiovisuales dedicados al mundo del libro que te remiten como si no hubiera un presente una y otra vez a los dos o tres sempiternos autores mainstream, los colegas de encomienda empecinados en hacernos con alguna novedad que merezca la pena a menudo asumimos entre nosotros la función de libreros. Así, se te suelta el nombre del fulano o fulana a descubrir y tú correspondes con otros nombres que presupones que el amigo no conoce, y como confías en su criterio y él en el tuyo cada cual se busca la vida por su cuenta o mejor sigue indicaciones precisas y a duras penas al final logras agenciarte algo de ese alguien del que se te ha hablado más que bien. Los tiempos han cambiado, pero el enemigo es prácticamente el mismo: antes era el régimen el que perseguía los títulos considerados impertinentes; ahora, en esta época de calzoncillerismo cavernícola y progresismo cacahué, la lectura decente es excluida de la luz pública por un sistema tan insaciable en lo que a la viruta se refiere como escandalizable hasta el patetismo para con la relajación de usos y costumbres. En el pasado la literatura incómoda estaba al alcance de muy pocos, oculta en trastiendas de librerías enrolladas, en bibliotecas privadas o allende fronteras más permisivas; en esta obtusa postmodernidad poco margen para artistas reales hay frente a la continua promoción atada y bien atada por el contubernio medios-editoriales arribistas.

Dos hallazgos impresionantes me llegaron desde Madrid vía Pablo Cerezal, uno de esos artistas de los de verdad que día a día se afanan en sortear las celadas y los obstáculos dispuestos en el camino con la mala saña habitual por el sistema, en los albores de un contacto aún no presencial, hace ya algunos años. Se trataba de unos tales Claudio Ferrufino-Coqueugniot y Pepe Pereza. El exilio voluntario del primero apareció un buen día sorpresivamente en mi buzón y, claro, tal y como les ha ocurrido a tantos y tantos otros, aquellas páginas me hicieron poner en tela de juicio todo lo que había escrito hasta el momento, cualquier añadido sería redundar casi lambisconamente en lo ya abarcado en reseñas, artículos, prólogos, radio e incluso en la letra de una ranchera o más bien de una suerte de corrido punk. A Pepe Pablo no es que me lo recomendara de forma explícita, simplemente lo citó muy de pasada al final de un texto que tuvo a bien escribir en una arrebatada noche de vino y hachís sobre una novela que yo acabada de publicar quizá para agradecer la bellota prensada que tirando de un amiguete fumeta le envié oculta en un cedé que incluía canciones de mi conjunto del momento. No recuerdo cómo contacté con Pepe, el caso es que una mañana la señora cartera habitual llamó a mi puerta para entregarme un paquete que contenía el libro de relatos Esquinas y la fascinante novela Se ruega silencio. Apilé los volúmenes entre las muchas lecturas pendientes y he de reconocer que me olvidé de ellos. Al año y pico, tras topármelos en un ordenamiento que ya iba tocando, decidí que les había llegado la hora. El dinámico libro de relatos fue lo primero que ataqué; luego la novela, que me dejó, insisto, totalmente fascinado. Un auténtico descubrimiento: estructura impecable, prosa atinadísima, fondo de idiosincrasia tan conmovedora como descacharrante; una historia llena de momentos para el alborozo, la esperanza y la resignación. Una novela total de un escritor total. Encargo el libro de relatos que Pepe recién acababa de publicar y retomo el contacto. A los meses me confía el manuscrito de lo que será su nuevo libro, La química del color. Lo devoro en una tarde, excepto el último de los relatos que contiene: tengo una cita inexcusable y se me hace tarde. Ya sé que estoy ante lo mejor de este autor. Al día siguiente, la lectura de aquel último relato – una de las indiscutibles obras maestras del libro, la más memorable de todas– me hiela la sangre.

Mi par de sustos en comparación con el que se relata en aquellas fascinantes líneas de «Azul» fueron meras pendejadas, lo que no es óbice para que conozca bien eso de que el miedo te acapare cuerpo y pensamiento. Yo también he sido reo de la dolencia, también he vivido esa aséptica soledad de sala de espera de hospital, aguardando una sentencia que puede mandarlo todo al traste o el indulto redentor; me he susurrado ánimos al oído, he intentado reflejar una templada sonrisa dedicada a mí mismo ante los cristales que me separaban de la ristra de ambulancias estacionadas bajo una intempestiva lluvia de madrugada; me he cagado de miedo en las previas a las pruebas, y no sé qué acababa doliendo más, si los pinchazos o la incertidumbre recorriendo las venas hasta detenerse en váyase usted a saber qué lugar oscuro del alma. También recurrí a la escritura como terapia. Nada mejor para olvidar el trauma que escribir sobre lo que te está pasando, en esto, como en tantas otras cosas, no inventamos nada. En mi caso, lo hice a chaparrón escampado, lo que no tiene tanto mérito. El mérito de Pepe es que lo hace en caliente. Más ligera es mi calamidad que esta otra, que dijera el rey Schahzamán en Las mil y una noches. Deslumbrado por la lectura -inmediata relecturadel libro, le insisto al autor en que debería buscar buen cobijo para semejante obrón, entendiendo por esto, lerdo de mí, que lo intente en concursos y que le entre a alguna editorial de postín. Que apunte alto, vaya. Incluso creo que le facilité algún contacto. Se mostró efusivo al respecto, y hasta puede que se pusiera a ello. Ni idea, porque entonces se advino lo de mi desconexión con el mundo. A día de hoy no sé si se trató de un experimento o de simple hartazgo. Los meses siguientes corto todo contacto con casi todo lo que no se pueda tocar y reduzco la digitalia a su mínima expresión. Decido posponer hasta cualquiera sabe cuándo mi regreso al planeta caos. Cierro las redes y abro muchos libros. Ignoro si progresan los proyectos de mis colegas. Entre ellos el de Pepe. El problema viene cuando el segundo gran susto de mi vida lo funde todo a negro. Literalmente. Incluso se me arrebata el refugio de la lectura. Casi me marco un Borges, y no me refiero a que de repente los dioses me premiaran con el don del talento, ya quisiera yo. Pero ésa es otra historia que no viene al caso, ya dejé entrever que con final feliz. Regreso a los bares y alguien bastante dado a la lectura me comenta que se ha enterado por cierta red social de que lo de aquel tipo del norte del que le hablé se había publicado. Vuelvo a contactarlo y al poco el libro me llega a casa. Me alegra saber que no me hizo caso, o que si me lo hizo los dueños del cotarro pasaron olímpicamente de él. Con su pan se lo coman. La edición que se ha currado Adriana de Aloha! es insuperable: gran formato, estupendas ilustraciones de Valle Camacho..., el desusado detalle de incorporar una cinta de registro, roja para más esplendor... Una edición de lujo para una colección de relatos de lujo. Hacer las cosas con amor es lo que tiene.

La nada impostada afabilidad de Pepe no se corresponde de ninguna manera con esa imagen de testosterónico malencarado de las fotos. Pepe -ya hay algún audiovisual por ahí que corrobora estoes un tipo que tiene las cosas más que claras: primero, vivir; luego, escribir, y si resulta que de ello sale algo grande, pues mira tú que bien; si no, pues a seguir pedaleando y ya se verá. Es emotivo y nada quejoso, poco que ver con lo de todos esos colegas de ego afectado que exponen sin ningún pudor sus miserias en los vertederos digitales, algo que no puedo evitar que me cabree sobremanera, sobre todo cuando protagoniza la caranalgada alguien a quien hasta el momento respetaba. Pepe es exactamente como su prosa: bestia y tierno a la vez. Se suele encuadrar lo suyo -él no lo niegacon la tradición de esos tres máximos representantes del realismo sucio gringo. Ésos cuyos apellidos empiezan por las iniciales F, C y B, aburre hasta escribir sus nombres. Y, vale, va, está bien, puede que en sus libros se hallen trazas de todos ellos; pero creo que incidir siempre en el particular cuando se habla de lo de Pepe es simplificar bastante las cosas, aparte de caer en un rechinante topicazo. A mí, y discúlpeseme que barra para casa, se me ha venido a la mente en las tres lecturas más que exhaustivas de La química del color a mi Lou Reed del alma, mire usted por dónde. Me explico: hay algo muy común en el fondo (incluso en la forma, me refiero a usar las palabras justas y a las estructuras hiperapuntaladas, algo muy norteamericano) entre el poeta eléctrico neoyorquino y nuestro autor. Ambos nos proponen historias protagonizadas por unos personajes que sometidos a un estrés intolerable se dirigen irremisiblemente hacia al abismo. Algunas veces -las menoslogran salvar algún mueble, es decir, acaban conformándose con sobrevivir prescindiendo de toda emoción (Renunciaron al sueño y se adaptaron / a una pequeña dicha y su tristeza. / La vida no da más, seguramente, que escribiera el grandísimo Fonollosa); en otras -las másacaban en el caos absoluto (remito por ejemplo a «Oh! Sweet Nuthin'», o al Berlin de pe a pao a «Halloween Parade, o a «Dirty Blvd.» y tantas y tantas coplas del carajaula de Brooklyn, que por cierto siempre se vio a sí mismo más escritor que músico). Ambos autores -formato canción o relato es en realidad lo de menos, el arte extremo histérico no distingue génerosasumen que no pueden hacer nada por evitar el desastre, que lo único que pueden hacer es mostrarse compasivos con las víctimas de un sistema y de unos prójimos despiadados. Al tío Lou le hubiera encantado este libro. Sirvan estas líneas como homenaje en las puertas del décimo aniversario de su despegue hacia el satélite del amor.

He leído alguna reseña por ahí que desmenuza las piezas de este glorioso engranaje. No seré yo quien diseccione una a una esta colección de pequeñas obras maestras (ni, como se ve, que escriba una reseña al uso, más que nada porque no sé). ¿Con cuál o con quién quedarte? ¿Con el de la culebra mamona? ¿Con el del demente rural erotizado? ¿Con el del pimpollo y la madura del motel? ¿Con el del eremita despechado? ¿Quizá con la pobre Irene y su terrorífica derrota preprogramada? Sin que sirva de precedente, una concesión a los mendrugos que gustan de poner números en las reseñas, aunque en otro sentido, claro está. Sólo se me ocurre el ocho. Casualmente el número de relatos que contiene esta puñetera joya de libro, todos de diez. A los aludidos al principio de este texto, una pequeña exhortación para finalizar: déjense de melindres, contribuyan con la causa y háganse con un ejemplar de La química del color. Sus entendederas seguro que se lo agradecerán. Hasta pronto (si tal).

Emilio Losada

La química del color ha sido publicado por Aloha! Editorial.

https://www.alohaeditorial.com

domingo, 26 de septiembre de 2021

LA TRILOGÍA DE LA ADHESIÓN

La piedra que se encima persistente

sobre sus compañeros de sendero,

logrará que tropiece alguien en ella.

José María Fonollosa

 

Ciudad, mujer y compinche. Pobrecilla la ciudad moderna, transformada en prostituta de alto standing por obra –en varias de sus acepciones– y (des)gracia del consabido triunvirato proxeneta: políticos, constructores y banca (last but not least, no se nos vayan a olvidar los diferentes cuerpos policiales y los medios, los perros guardianes y los propagandistas del entramado, respectivamente; tanta o más grima da el manijero que el amo). Incidir en el cúmulo de impunes despropósitos ya cansa, malditas sean sus putrefactas calaveras; aunque, cuidado, también las nuestras, si no podridas del todo sí al menos infectadas por el virus de la sumisión, uno de los más nocivos precisamente porque se lo inocula uno mismo. Poco a poco esta exitosa panda de indeseables fue abriéndose paso a codazos y nosotros, lejos de oponer resistencia, nos batimos cobardemente en retirada: unos al menos logramos instalarnos a tiempo en un cercano extramuros, a otros no les quedó otra que aglomerarse en cualquiera de los confines más desabridos y medrosos de esa ciudad reconvertida en mero parque temático para el turisteo fresa. Los próceres, bien escoltados, avanzan al alimón y nosotros nos quedamos ahí atolondrados, sin verlas o sin querer verlas venir, enredados en debates inanes mientras vemos cómo nos arrebatan el pastel a cucharadas. La misma cantinela de siempre, a veces nos merecemos lo peor. Ya lo dejó escrito con gran tino el mejor Alberti en plena estafa del 29: Llevaba una ciudad dentro. / Y la perdió sin combate. / Y le perdieron. Nada que añadir, los ángeles rasos capitulan en todas las épocas. Nos queda un único consuelo: la búsqueda desesperada del respiradero, del reducto con solera inauditamente condonado por esta pérfida canalla; pequeñas ramas en el abismo cada vez más bajas y quebradizas a las que algunos empecinados nos agarramos más que nada porque nos va la vida en ello. «¿Qué será de Lisboa?», se preguntaba no hace tanto en un memorable artículo el incansable husmeador de resquicios Enrique Vila-Matas. El autor se temía lo peor y tristemente ahora podemos decir que acertó de pleno. Jugaba con ventaja porque vive en Barcelona y se ha pateado medio mundo. Conoce de primera suela el proceso, claro.

La ciudad como personaje-escenario en la plétora y el descalabro y la mujer como ideal: libre, bella, moderna, lúcida, autosuficiente, posromántica, escurridiza. Ventajas de Occidente: ella elige, usa y desecha; está en su derecho, tiene ese poder, ha costado, ya le tocaba. Sabes que la muchacha va a doler, pero si ves que hay una mínima oportunidad te tiras a la piscina y ya si eso luego que se te afane el baile. Y, tres de tres, el amigo-hermano, el igual, el lazo inquebrantable, al menos sobre el papel; sus gozos y sus pesares que haces o deberías hacer tuyos y viceversa, el a menudo inevitable distanciamiento, las especialmente lacerantes consecuencias del desengaño. Las ciudades deshonradas que aparecen en estas tres novelas: Sevilla, Barcelona, Madrid, Nueva York, Tánger y alguna que otra más en segundo plano. Las mujeres: Lucía, Sophie y Ariadna. Los socios de trasiego: Sandro y Jon, Robert y Landelino, Asier y Martín de Bilbao.

Ciudad, chica y dupla compadre entonces; la lucha desesperada por preservar lo que merece la pena ser preservado, intentarlo hasta donde se pueda y algo más allá; el sitio, las personas y el momento; las lecturas, la vivencia y el viaje entretejiéndolo todo –otra indispensable triada sin la cual nunca acaba de arrancar una obra de arte que valga la pena– y la intención de seguir paladeando todo néctar lícito o proscrito que se te ponga a tiro aunque te guardes en la manga la opción del epicúreo recule si ves que la cosa se te está yendo de las manos. Y es que sucede que uno le tiene un gran apego a la vida, con sus miles de contras y su algún que otro memorable pro: a tomar por saco la monserga del bonito cadáver, ninguno lo es, que la penca parca espere sentada y que se ande con ojo, que igual queda alguna bala en buenas condiciones con la que batallarle la funesta jugada, nada de pólvora mojada, como una vez escribió con la envidiable maestría que lo caracteriza el gran Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que de viejo punk con la munición echada a perder nada de nada, ya dejé yo también por escrito constancia de que una noche soñé en riguroso cinemascope que me acorralaba en la parte de arriba de un saloon –una suerte de lupanar pero sin putas– y que revólver en mano se dedicaba a dispararme con flemática saña. Aunque el muy puñetero en ningún momento apuntó a dar, tan solo pretendía meterme en vereda. Ya consciente concluí que aquello no fue más que un sutil empero asaz persuasivo intento de arrancarme del tuétano esa maldita pereza que a veces me embarga con el fin de que culminase de una santa vez mis cagadas atoradas. Me considero / Un drogadicto de la página en blanco, había leído esa misma noche a otro gigante de las letras oriundo de las Américas, el maestro Nicanor, aún vivo por aquel entonces. Cerré el libro, apagué la luz y al poco el mamonazo de Morfeo empezó a proyectar el onírico wéstern. Ya en la mañana decidí aparcar los textos en transcurso y me puse a desarrollar el manuscrito de unas cien páginas que pergeñé durante dos semanas en el verano de 2014, justo a la vuelta del primer merodeo por los resquicios supervivientes de aquel decadente Tánger sin ínfulas ni smartphones cuya progresiva alienación he podido ir testificando en cada posterior viaje. Se trata mismamente de esta novela que ahora mucho más desarrollada tienen entre las manos. No es la primera vez que una nouvelleengorda. Recuerden si no lo del que gloriosamente transgredió para siempre los cánones del invento hace cuatro siglos de nada. Todo parecido con la realidad es pura coincidencia.

La adhesión pues como la respuesta que no flota precisamente en el viento o que si lo hace irremediablemente acaba cayendo en las mancilladas aceras de alguna de estas ciudades-manicomio referidas. Solo es necesario detenerse unos segundos para recoger ese mensaje que viene a instarnos a poner algo de nuestra parte para atenuar en la medida de lo posible la intensidad del desaguisado. Las tres novelas que guardan conexión a este efecto: La quintaesencia suave (2009), Aviones de fuego (2015 en México, 2017 en España) y Las horas de más, la inédita hasta este momento. Ya hay trilogía. Y empezamos por la última no solo porque uno esté versado en esto de hacer las cosas al revés, más bien por corresponder a la Editorial 3600 en general y a Willy Camacho en particular por la inmediata y entusiasta disposición a esta propuesta: qué menos que ofrecerles en primer lugar la primicia, por amables, animosos, defensores de las letras de riesgo… ¡y por la osadía, claro que sí, sobre todo por la osadía, uno de los sustantivos más hermosos, o al menos uno de los más necesarios en estos tiempos de mansos!

De las novelas mejor decir poco aparte de invitar a su lectura. Que cada cual desoville sus entresijos. Alguna reseña pueden encontrar por ahí más atinada de lo que aquí yo podría comentar acerca de las dos ya publicadas (varias precisamente tienen autoría boliviana). Uno detesta las sinopsis, algo nada fuera de lo normal, eso que se lo guisen, coman y caguen las editoriales y librerías holding, poco encuentro más contrario a la literatura que anteponer el fondo a la forma. Por alguna razón que se me escapa me tiran los porcentajes. Si se deciden por estas lecturas lo verificarán. Con respecto a esta controversia estilo versus temática, dirimo la cosa en un 80% para lo primero contra un 20% para lo segundo, justo como el porcentaje de magro y grasa que dicen los entendidos que debe tener una buena picada para hamburguesa. Ah, y todo al punto, esto es, sin demasiadas piruetas ni enrevesados alardes, pretendiendo uno la a menudo imposible concisión, lo de menos es más, ya saben, aunque mira que a mí eso me cuesta. Mis peores momentos en los ya algunos años de experiencia en esto de publicar obras propias o pequeños textos incluidos en obras ajenas o para la prensa han sido cuando me he visto obligado a destripar parte de la trama de turno por exigencia editorial. Siempre me resultó traumático, y no porque me falte experiencia en la lid: en mi tiempo hube de escribir decenas y decenas de sinopsis de películas para la televisión pública española, una larga y desgraciada historia que ahora no viene a cuento. En cualquier caso, antes de que me arrepienta me voy a dejar caer con una abstracción por cada una de estas tres novelas y voy ahuecando el ala de aquí, ea:

 

La quintaesencia suave: el remordimiento.

Aviones de fuego: la pérdida.

Las horas de más: la negación.

 

Y ya he dicho mucho.

Las reediciones de las dos primeras novelas irán precedidas de unas líneas que versarán sobre el momento vital que las engendró, que es algo más definitorio que cualquier desvarío que yo pueda apuntar sobre tramas, así que ahora toca decir algo más –poco– sobre esta primera/última. Como en las otras dos y en el resto de mi obra, yo siempre parto a la hora de escribir de una ciudad. Ella por sí misma me da el detonante, solo después aparecen los personajes y más tarde aun el argumento, si es que lo hay, que tampoco estoy muy seguro. Ya he dicho que esta novela empezó a redactarse tras eso que a veces tan ridículamente se define como «viaje iniciático»: mi primera visita a Marruecos, una sorpresa de aquella novia mía tan garbosa. La novelita la metí en un cajón quizá por complejo de arribismo. ¿Otra maldita novela sobre Tánger?, debí pensar. No es que me suela preocupar el qué dirán –si no, ¿a qué me iba a dedicar yo a esto, y encima desde España?–, ocurre que soy humano y a veces me enfrasco en devaneos que no conducen a nada.  El caso es que al terminar de redactar ese primer borrador me puse a otras cosas, entre ellas a darle la puntilla a Aviones de fuego, y la jugada salió bien: meses después gracias a esa novela crucé el charco por segunda vez, y con grandes albricias, ya me referiré a la aventura llegado el momento. Un buen día recuperé aquella novelita y la cosa se me fue de madre. El pasado y el presente de Asier lo llevó a Madrid, Euskadi, el sur de Portugal, Chauen, Tetuán… De no haberle cortado las alas a tiempo, seguro que el muy perillán de él acaba huroneando por Finlandia. ¿Qué más dan los sitios y los motivos, no obstante? Ya digo: primero aparece una ciudad, luego surgen los personajes y estos tiran por donde les sale, yo solo callo la boca e intento contarlo de una forma original que no tiene por qué tener sentido ni pauta, lo que tiene que haber sí o sí es ese mínimo aporte en el estilo. Como lector no me encandila el escritor que sabe escribir y ya, me encandila el que escribe distinto. Con esto no quiero decir que yo lo haya logrado. ¡Ya quisiera! Me moriré en el intento, pero, eso sí, me moriré intentándolo. Esa precisamente es la mayor motivación para seguir insistiendo en esta ingrata encomienda: la búsqueda constante de una voz peculiar. Ahí es nada. Otra: el feed-back. Porque, efectivamente, uno escribe primero para sí mismo, por puro placer; pero está claro que si pretende publicar lo hace también para los demás. Y a día de hoy puedo asegurar que lo mejor de todo son las personas y los sitios que uno va conociendo entre libros. 

¿Y para qué decir más? Bueno, solo dos cosas. No tengo ni idea de adónde me llevará todo esto, pero son ya unos cuantos títulos y hay ciertos aspectos que tengo muy claros:

1/ Nos han vencido pero aún estamos enteros. Luchamos contra gigantes, hay muchísimas opciones para el ocio, demasiadas. Uno sigue escribiendo porque lo necesita tanto como el comer o el beber, lisa y llanamente. Lo de los escritores lloricas que se guarnecen en el autocomplaciente paraguas del victimismo me producen tanto rechazo como los exitosos autores mainstream a los que aquellos suelen culpar de su fracaso. No puedo ni con unos ni con otros. Y con los falsos aduladores que solo buscan la correspondencia ciega en la lisonja, menos. El rollo del Sr. Lobo, solo tras culminar un buen trabajo. Lo demás son cantos de sirenas encontradizas y porfías estratégicas de escribemonas trepa. 

2/ No pienso volver a escribir cargado de odio. Ya no. Solo una vez lo hice. En Los ángeles rasos, mi segunda novela. Es la única de mis obras de la que reniego. Absolutamente fallida, exceptuando el título. Por eso lo he colocado un poco con calzador al inicio de este texto. El odio brota de vez en cuando en mis letras porque la vida está llena de aspectos detestables, pero no centra el conjunto. No soporto las malditas banderas, los himnos, la gentrificación o el abuso de poder, motivos no faltan para el cabreo. La situación en mi país, por ejemplo. Me tiene desquiciado que los tres repulsivos partidos de derechas se estén llevando al huerto a las masas obreras, me revienta sobremanera tener que reprimir al nieto de Durruti que llevo dentro para adherirme con la nariz tapada y la arcada contenida al mal menor que representa una timorata izquierda de pitiminí más interesada en la corrección discursiva que en cambiar de una puta vez las cosas. No son estos tiempos de burladeros y equidistancias. De vez en cuando agito el avispero. Y mucho me temo que el cuerpo me va a pedir –lo está haciendo ya– que lo haga con más saña. Seguramente así será, pero intentaré tener en mente un precepto que puede parecer cursi pero, qué coño, es una verdad como un templo, inapelable de todas todas: solo el amor salva.

A ver, si es que no nos queda otra.

Se inicia esta prescindible intro con un epígrafe del nada prescindible Fonollosa. Los epígrafes se colocan por algo, y de este que he elegido –del divino Fonollosa podría usar decenas de versos– se destila un deseo que comparto con el poeta barcelonés. Cordialmente me despido de ustedes invitándoles a que tropiecen en el mejor de los sentidos con todas o al menos con alguna de estas tres piedras –y con las que hayan de venir– que irá dejando la Editorial 3600 en el camino. Y si la cosa les agrada y se lo hacen saber a sus amistades, mejor que mejor, que ya pueden imaginar lo necesitados que estamos los autores relegados a los márgenes del boca a boca… 

…porque ya saben: la adhesión es la respuesta.

Sálvense y salven.

Arrumacos desde la remilgada Madrastra.

E.L.

 

Sevilla, septiembre de 2021


Editorial 3600. Feria del Libro de La Paz, 21
Chica de la bicicleta: Marieta Álvarez Ossorio

sábado, 4 de julio de 2020

¿Eing?

"Cuando concluya usted que al fin ha escrito algo realmente bueno lea cuarto y mitad de una página de cualquier cosa de este so pedazo de truhanón y baje esos humos, ande". De Los talleres pa los coches nomás, si acaso y tal. Tío Camuñas Revisited, 2020.

miércoles, 24 de junio de 2020

OJIPLÁTICA LECTURA DE "SE RUEGA SILENCIO"

Silencio, va. Un alto, ja n’hi ha proustop, arrêtez… ¡para! Muchas palabras en tus últimas cagadas. ¿Demasiadas? Puede. La capacidad de síntesis no es lo tuyo. De todas formas, bien hecho, muchacho. Primera mitad del año y ya tienes las dos encomiendas bastante apañadas. Ahora, a dejarlas respirar. La lucha vendrá luego, cuando el 75% aprox. de ambas te parezca una basura. Y no hablemos de lo de colocarlas. Pero todo menos el berrinche, eso sí que no. Del llorar que se encarguen otros. No sabes por qué no los mandas definitivamente al carajo. Quizá es que los ves necesarios. Tú a lo tuyo: construye/destruye/reconstruye, es la vieja premisa, no falla. O, bueno, si falla que falle, pero por ti que no quede. Tienes un mensaje. Se te pregunta si te aburres con esto del arresto domiciliario. ¡Acabáramos! Se pudran las muelas de los que se aburren. Una a una. Y que les salgan un buen par de flemones de propina. Uno por carrillo, a falta de las buenas gallardas a palma abierta que merecen, pa que espabilen nomás. Tú sigue sin darles cancha, cierra el pico y a tu merecido receso, campeón. En realidad los quieres. Igual necesitan tiempo. Tú mismo precisaste tiempo… en su tiempo (jajojí). También metiste la gamba a base de bien, pero aprendiste. Dicen que no se cambia, pero se cambia, claro que se cambia. Tú eres la prueba fehaciente de que se puede cambiar. Lo que jode es que sean amigos. Vueltas y vueltas a la misma autocomplaciente chingadera. Unos, que si los editores son unos hijos de puta (¡y van!); otros, desde América, arreglando España (y viceversa); casi todos desquiciados por sus manidas relaciones…, y la retahíla de rigor, copón con la retahíla de rigor: el mundo, la sociedad, los próceres, que no se me comprende, con lo artistazo que soy, se me tiene manía… La cantinela de siempre, ya apenas si te asomas a ese acaparador mentidero digital. No te pierdes nada. En todo caso te ahorras disgustos. En fin, Serafín…
Mientras apañabas lo tuyo has acumulado lecturas. Ni series, ni videoconferencias ni hostias: negro sobre blanco y en riguroso papel, como siempre. Muchas de estas lecturas estaban pendientes. Das con una de ellas. Te llama desde la estantería (suele suceder, y a veces a grito pelado, más en las ajenas que en las propias, podrías enumerar decenas de títulos, de autores, de sitios). Llevabas tiempo avergonzándote de no haberle hincado el ojo todavía a esa novela, máxime cuando el autor tuvo la deferencia de enviártela y dedicártela sin conocerte de nada, ya ves, como si fueras alguien en el mundillo y todo. Ya te vale, al menos ojeas todo lo que te envían. Habías leído su otro libro, el de relatos de putas, que también te envió, y te había gustado; pero algo te decía que eso no te iba a pasar con la novela. En esta ocasión te falló el instinto. Al cabo de nada sucede. Y estas cosas suceden muy poco. A las veinte páginas te empiezas a poner nervioso: ¿estás ante una obra maestra? A las pocas horas ya te lo puedes soltar en voz alta: indiscutible obra maestra de todas todas. Apagas la luz, paladeando ese silencio que el autor tanto reclama en la obra te abandonas a la inconsciencia y cuando te das cuenta ya estás desayunando. En el mundo con el que acabas de soñar los libros de Pepe Pereza se venden por cientos de miles, y no sólo en librerías, sino en quioscos de prensa, en las tiendas de revistas de aeropuertos, estaciones de trenes y autobuses y en las áreas de servicio; visionaste ejemplares desperdigados en las salas de espera de los dentistas y en las peluquerías, junto a números atrasadísimos del Pronto, Revista de HistoriaNational Geographic y aledañas; en ese mundo tan agradable los taxistas situados en la primera línea de las paradas gruñen cuando solicitas su servicio porque tienen que dejar lo último del colega en el salpicadero para llevarte a tu puñetero destino; Nalgatriste, celoso del éxito de «ese macarra del tres al cuarto de Logroño», intenta desacreditarlo en Twitter de todas las formas posibles, hasta se cachondea de su alopecia; pero nuestro héroe no contraataca, tiene demasiada clase para rebajarse a entrar al trapo en las bajunadas del amigo; sí lo hacen sin embargo miles de sus seguidores, que al poco consiguen que aquel pobre hombre, abucharado, elimine el tuit. Éxito y calidad, alguna vez tenía que suceder. Pereza ha alcanzado un estatus. Es una cara conocida en late nights, pero se niega a asistir a programas de esos tan repulsivos donde te mezclan con tertulianos…, o en aquel otro en el que salen dos hormigas de peluche preguntando gilipolleces. Va a lo suyo y hace bien. A veces añora la vieja tranquilidad. Tanto bombonazo esperándolo en la puerta de casa y tanta gaita. La mayoría de las veces pica, pero otras las despacha en plan fino con un «nena, hoy sólo tengo ganas de liarme un canuto, ver un rato la tele y acostarme; pásate mañana, si acaso». Qué cabrón.
Eo, eo, eo… Stop, arrêtez de nuevo. Para el carro, para. Corta la caranalgada. Fue un sueño y ya…, o más bien una de esas chorradas que se te pasan por la cabeza por la mañana con la caraja. Lo que tienes claro es que te reafirmas en lo que concluiste hace unas horas: anoche te zampaste del tirón una obra maestra. Y esto sucede tan poco… Ahora, café americano en mano, pinchas «Bird on the Wire». Ah, la música, la poesía…, prácticamente las únicas manifestaciones artísticas donde se puede alcanzar la perfección. Hay demasiados trazos en la pintura, demasiados planos en el cine, miles de palabras en la novela. La novela, sí, la puta novela. A veces hay perfección absoluta en la novela, ojo, aunque sólo en fragmentos. En las páginas 107 y 108 de Se ruega silencio, por ejemplo. Casi resumen el mundo, la vida. Y el conjunto, lo dicho: obra maestra indiscutible. Punto. Has dicho. 

lunes, 2 de marzo de 2020

Sobre los divinos Verlaine y Sawa y cierto infraser

Escribe el divino Sawa: "Aquel día del mes de enero era llorón y triste, y desde la cama lo sentía yo transcurrir, ansiando su fenecer". Mr. Robert, el dueño del hotelucho parisino donde se hospeda el literato, entra en la habitación sin avisar. Tiene un recado de Mme. Krantz, "la postrera mujer íntima del poeta". El poeta en cuestión es nada más y nada menos que Verlaine, que está expirando. Mme. Krantz le ha pedido a Mr. Robert que le dé el aviso al amigo y discípulo. El divino Sawa acepta de inmediato la luctuosa invitación. Cuando se presenta ante el maestro, este acaba de morir. Escribe: "¡La infecta calle y el triste fin de aquel misérrimo soberano! Al besarlo en la frente, la noté tibia aún. Mme. Krantz me confirmó, en efecto, que aquella caparazón inerte, aquellos despojos, habían sido todavía un hombre muy pocos momentos antes..." Se acerca también por allí el dramaturgo y novelista Catulle Mendès, quien contó más tarde: "Yo estrecho la mano del muerto, una mano pequeñita, muy pálida, un poco encogida y tibia aún, como si en ella quedara todavía amistad".
De “Iluminaciones en la sombra”. Si esto no es una lección magistral de literatura histérica, que suba Satán y lo vea. 
[Anécdota contemporánea o post data o moraleja o lo que sea: El divino Sawa, oriundo de Sevilla, absolutamente olvidado. El putrefacto Antonio Burgos, oriundo de Sevilla, flamante Hijo Predilecto de Andalucía].

lunes, 13 de enero de 2020

LA CURA DEL ZÁNGANO


¡Bromearon los sudarios del misterio!
Jacobo Fijman

Ni aquella migaja de gloria americana te mereces. Toneladas de trauma, desmadre y, sobre todo, mucha memorable nada por testimoniar; relegada tienes la encomienda, insípido figurón, irredento haragán, gandul de mierda. Ya disfrazado de paciente te has jactado de que haya donde elegir a la hora de revisitar batallas álgidas. De ello hiciste alarde a la escasísima complicidad sabedora de la circunstancia: si la próxima estación es la pira…, ¡bah, que se me afane la danza! Muy original lo tuyo, estás que te sales. Comprensible es la preocupación. Poco recorrido hay de este camisón a la mortaja. Abierto por detrás, el culo al aire. La diferencia está en lo ridículo. Buena táctica es darle a la caranalgada, di que sí, ole tu encogido ojal. El susto en buena medida ha pasado y el luctuoso futurible ya no acapara tus días y noches, aunque todo se puede torcer, con estas cosas nunca se sabe. Por una vez el plan es seguir las instrucciones y chitón. Introduces tu acostumbrada indumentaria en la bolsa facilitada al efecto y a título de impío ceremonial a alguna rama en el abismo hay que agarrarse– le echas un ojo a la página marcada del póstumo de Valente (un gran absurdo, ese puñado de letras se te grabó a fuego tiempo ha en la sesera: «A las niñas les crecen largas piernas…»). Qué maldita maravilla, la santa madre que lo apeó a éste también. Ungido el espíritu con los concupiscentes óleos de la Verdad laica sales del cuartucho y corres directo al catre adjudicado. Cómicas son tus zancadas. Con ellas vuelves a provocar la sonrisa de Verónica y de la que no recuerdas el nombre. Treintañera cobriza la primera, rubia de más de cincuenta la otra; ambas, vaya si es de agradecer, la mar de agradables. Soltaste un par de gordas para quitarle hierro al asunto nada más entrar. Perillán de ti, siempre has sabido hacerte querer cuando te conviene. Hubo tiempo para urdir la chorrada: cinco horas largas de solitaria espera dan para mucho. Verónica supone en breve comprobarás que supone mal– que lo tuyo puede demorarse porque es la hora del almuerzo y aún hay cosas que no hacen solas las máquinas. La otra se vuelve a meter en su papel de veterana responsable para recriminarte que te hayas presentado sin acompañante, que a quién se le ocurre, que esto es más serio de lo que tú te crees, que si no leíste lo que firmaste y que si tal y cual. Sabes que esto no es un juego, claro que lo sabes; pero ya le has dado muchas vueltas, demasiadas. Vuelves a alegar en tu descargo que evitaste venir acompañado porque si llegas a presentarte con alguien durante la espera le hubieras dado una buena paliza y se te hubiera desatado el ansia, y eso no beneficia a nadie, y menos a ti, que eres el único elemento a mimar en esta historia. Te dejan solo unos minutos hasta que Verónica vuelve portando algo que pronto evitas seguir mirando. Esos útiles, menos mal, siempre te han dado grima. Espero no hacerte daño, dice. Le miras a la cara. Una chica muy dulce esta Verónica. Ahora que vuelves a andar suelto bien podrías hacer un esfuerzo por enamorarte de ella. Así, si la cosa sale mal, recalarías en el infierno con esos porcentajes tuyos realistas/románticos un poco más equilibrados. Pero es inútil. Pese a lo que mucha gente de tu entorno supone, eres muy lento para esto de enamorarte. Mera autodefensa. Algo así vino a decir el tío Lou Reed en un poema con el que de pleno te identificaste hace ya una vida. La chica te sigue pareciendo un encanto incluso cuando te endosa sin más preliminar ese chisme de plástico en la vena. Lo has hecho muy bien, vas y le sueltas, como consolándola tú a ella. Llevas meses comiéndote la moral con este momento y al final compruebas que no era para tanto. Suele suceder. Empieza a entrar la sustancia. Simple alimento, se te informa. Estoy demasiado nervioso, quizá con un poco de morfina…, dejas caer enarcando la ceja izquierda, la única que se te enarca sola. Verónica te ríe la gracia. La otra te dice que de eso nanay, y te lo dice con la mirada, sin articular palabra. Haces pucheritos y piensas en alto: tenía que intentarlo. Justo un celador viene a traerle a las compañeras unos bocadillos y unos refrescos. Se retiran a la pieza contigua en consideración al ayuno generalizado. Ya no las volverás a ver. Y se acabaron las sonrisas.
Se cierra una puerta y se abre otra de dos hojas, abruptamente. Una chica enfundada en una bata verde viene a por ti. Debe de andar por la edad de Verónica, pero poco tiene que ver con ella. Parece cansada, tiene mala cara, debe llevar tropecientas horas en la crisma. Se arremanga y te transporta a trompicones, se van abriendo y cerrando puertas al paso, te sientes como en una siniestra atracción de feria. Desnúdate, sales de ahí y te tumbas en ésta, te ordena la siesa con causa. Obedeces, es a lo que vienes. La luz te ciega en el nuevo catre, mejor cerrar los ojos. Se agudizan así las entendederas. Tienes que evadirte, repescas el acuciante comecome, el año de seca, tu reiterada promesa ante espejos, escaparates, ojos y todo lo que refleje tu contraída jeta de que si te najas de la calva has de retomar la ingrata lid, pero con ganas. En este trascendental albur te reafirmas en la convicción. Tras el aviso deberían cambiar mucho las cosas. Se advienen cambios en la estrategia. Enumeras mentalmente los propósitos, o suerte de mandamientos autoimpuestos, llámalo como te salga. Total beligerancia contra el fuego amigo, si no el fuego que más quema, sí el que más paraliza. A este respecto, como en muchos otros, se te ha agotado la paciencia. Te dejarás de miramientos y sacarás a pasear la mano si hiciera falta. No les pasarás a éstos ni una ni media, le darás su justo merecido al yoísmo grandilocuente, máxime cuando provenga, tú te entiendes, del pseudomainstream trepa. Para los que han perdido la compostura mostrarás la espalda, pues tienen suficiente con lo suyo, pobres. Te has mantenido el último año alejado de los modernos mentideros, pero de extranjis de vez en cuando has desplegado la antena. La cosa va a peor, si es que esto es posible. Debería no afectarte, pero no soportas a los aduladores de pacotilla, te enerva la indecente forma que tienen de trabajarse la falsa camaradería, la desesperada caza del burdo arrumaco del igual, lo patéticos que se muestran en público cuando intentan llevarse al huerto a una de esas almas cándidas que andan por ahí encabalgando mojigaterías. Sus estomagantes ardides te horrorizan. Puro hastío. ¿Y qué decir de lo de los llorones? Absolutamente insoportables, de verdad de la buena. Que si es el poder, el sistema, hermanos, que no tenéis ni idea; o que si el amiguismo plumilla, o que si la cicatería de las editoriales…, o el gobierno, o la sociedad, o la prensa…, o incluso el mercado. Acabáramos. Tienes que echarte a reír. El mercado, dicen. Tu desaparición te ha hecho recapacitar, te ha distanciado más si cabe de toda esa autocomplaciente caterva de corporativistas de alpargata. En tu hasta ahora asumida derrota, eso que ganas. Sabes de sobra, lo has vivido, que, al igual que te ha venido sucediendo con el amor, los momentos de reconocimiento son efímeros, y si aparecen lo hacen cuando menos se los aguarda. El amor es otra cosa, pero la actividad que te obsesiona es justo eso, una actividad. Más o menos profunda, pero una actividad sin más. Si aún crees que algo puedes aportar no queda otra que darle duro. No es un oficio pero tampoco una afición, es algo más arriesgado y requiere de trabajo, de mucho más del que se supone. A vueltas con los meses y meses de seca, apenas atendiendo algún encargo, y no de muy buena gana. Aunque si lo piensas no fue para tanto, quizá el respiro era necesario. Ahora hay que retomarlo. Y con método. Ya lo soltaste en tu última monserga larga. A saber: escribirlo todo con más emoción que sentimiento, con la urgente desidia de un taquígrafo, dejarte los dedos precisamente en dejar constancia, con las palabras justas, siempre menos es más, narrarlo todo aunque no suceda nada, la primera idea es la mejor idea, nada de bifurcarte, del uno al dos, del dos al tres y así, acaba y a lo siguiente, pero acaba, cabrón, acaba, y si hace falta un empujón, adelante, aunque sólo para la carrerilla. Luego mantén prudentemente la golosina alejada del alcance de los niños. 
Y precisamente…
Se acercan unas voces, alguien te vuelve a trajinar la vena. 
Zumba sobre el zángano la vulva de la reina.
Uno, dos…
Hala, al carajo la reconcomida consciencia.
Despiertas bajo la luz. Desvarías. Algo de un déjà-vu, balbuceas. Las voces te tranquilizan. Te extraña que no haya choteo: acostumbrados están a las sandeces, seguro que todo quisque les sale por peteneras. Rápido te despachan, aunque tienes los ojos bien abiertos no te da tiempo a quedarte con ninguna cara. Sumido en una sobrecogedora beatitud te sientes durante el traslado, estás como en estado de gracia. Anclan el catre móvil en la sala de despertares. La poética de la ciencia. Ahora la Verónica de turno se llama Miguel y tiene barba. Al principio se muestra distante, después resulta ser un gran tipo. La sala es amplia, todo es parsimonia, lasitud, recatadas peticiones de asistencia para popó o meada, patéticos trastabilles, alguna furtiva lágrima. Yacen los cuerpos remendados, arrebatados de lo que les sobraba por unas almas hermanas que heroicamente sortean los cicateros envites de la putrefacta canalla facha.
Saliste de ésta. No hubo vuelo nupcial que valga. Otra reina te ha indultado. Y van. 
Unas semanas más tarde, mientras te recuperas en tu escondrijo, las palabras más atinadas sobre la vivencia vienen de nuevo de América: «Ya ves, sólo confirmamos que eres un dramático».
Pues será eso, mi pequeña bruja de la guarda. Será eso.



E.L.





lunes, 11 de septiembre de 2017

RESEÑAS ACELERADAS Botines de cuero español: CÁNTICO DE ESPARTO, de Edi Tachera

Emilio Losada



Aún cándidas las almas, espídico el ademán, dinámica es la noche, la jarana se inicia con el ocaso en los bares del Arenal y muere a eso del mediodía, copazo de Arenas seco en ristre, ante la destartalada fachada del bar El Postigo, más conocido como El Putas, de la Loli y el Antonio, benditos sean por siempre, estupendos los recesos, las chácharas, los sándwiches vegetales del mágico Abdón, prestos a aliviar el estrago del hachís apaleado, ingenuas empero esperanzadoras las adhesiones a la causa en la esquina del fondo de la barra principal del todavía incipiente Fun Club, es la era de las centraminas y los secantes, se piensa rápido y se habla con la boca y con los ojos, y que si jijí y jajá por aquí, que si jijí y jajá por allá y vamos que nos vamos de bar en bar, el zigzag acrecentándose conforme van pasando torpes las horas, se vandaliza, pero se vandaliza poco, acaso unos gráciles puntapiés a algún desubicado contenedor de basura que fracasan en su afán de aplacar fulgores postadolescentes, los botines, siempre de tacón cubano, cuero autóctono, claro está, nada de Chelseas, las deportivas, John Smith, of course, qué coño es eso de las Converse, ambos calzados conforman una suerte de domicilio ambulante, casi nadie tiene todavía nido independiente, en una de aquéllas conoces al Tachera, cantante y embrionario vate, inevitable la conexión, estáis rodeados de músicos por todas partes y los músicos, esto es un secreto a voces, en realidad son unos tipos aburridos hasta el bostezo que sólo hablan de música, con el tiempo cualquiera se acaba dando cuenta, pero con el Tachera es otro cantar, Baudelaire o Cernuda se entremezclan en el palique con los Kinks o con los Stones de Brian, buena cosa, eso te va, y en esto que el guitarra solista de su banda se va a hacer las Italias, más bien se va tras el culo de una italiana, concupiscente de él, y a ti se te insta a sustituirlo, aceptas, un año dura la jugada, se intensifica entonces el blablablá con el cabeza del grupo, urdís libros futuros a lo largo y ancho de los pueblos y ciudades de Andalucía, van surgiendo versos al efecto en la carretera, en plena farra o en pensiones baratas, y en la ciudad, pues todo bien en la ciudad, gracias, al menos de momento, se suceden los desmadres, las chicas compartidas, hay alguna que otra trifulca al respecto, ninguna seria aún, noches inolvidables, como para enmarcar, empalmes más inolvidables todavía, el empalme es lo mejor de la farra, sostienes, y no eres el único, no hay años de victoria, sí mañanas de fervorosa embriaguez, que si no son pequeñas victorias mucho se le parecen, pero todo tiene su fin, que decían los Módulos, ya con las gafas de sol encasquetadas os vais retirando tras los abrazos pertinentes o a la rigurosa francesa, allá cada cual con su protocolo, son agradables los inicios del caos, pero poco a poco la cosa se va deteriorando, entra duro la cocaína en Sevilla, o más bien un sucedáneo de cocaína, y así hasta hoy, el pérfido engrudo poco a poco se hace fuerte, las pandillas se cierran más si cabe, es muy puta Sevilla para las pandillas, otro secreto a voces, se semiprivatizan los excusados de los bares, empiezan los malentendidos, se afianza el desapego, tú vas por libre, te va el baile como al que más pero no eres de clanes, eres un crítico, un hostil, un negativo, y eso no lo toleran muchos a los que el ciego no les deja ver más allá de sus narices empolvadas, sweet home ostracismo, qué diantre, tienes tu verdad, ellos tienen la suya, aquí guerra y después gloria, se inaugura una época de profundo distanciamiento, y que si patatín que si patatán, ya ves que te ha vuelto a pasar, devaneaste, por peteneras siempre me sales, chaval, vale, sí, esta vez puede que haya motivo para ello, o un motivo a medias, más bien, sin duda haber compadreado a conciencia con un autor ayuda a comprender y hacer comprender su obra, pero para reivindicar las bondades de este Cántico de esparto te podías haber ahorrado la retahíla, sabes que no es necesaria la presencia en el lugar del crimen cuando un texto se defiende solo, menos aun cuando los versos que conforman el poemario que nos ocupa andan tan apegados al presente, un poemario muy social éste realmente, sucinto, elevado y lenguaraz, tan sólo la suerte de adelantado obituario para consigo bastaría para desacreditar la totalidad de la producción de cualquiera de los pipiolos juntacaracteres adscritos a la nueva poesía de mierda, precisamente son éstos los que deberían dignarse a leer Cántico de esparto, igual se les pegaba algo, descubrirían que el auténtico feedback no precisa de corazoncitos, guiños alopécicos o pulgares hacia arriba, pero no lo harán, seguro que no lo harán, viven una realidad paralela sufragada por el bolsillo de sus progenitores, tasan la calidad de una obra artística por el  número de descargas en Amazon, creen que lo de Facebook es publicar, la insidia del entramado no les afecta lo más mínimo, locuaces los hay en todas las edades, mantengamos la esperanza de que los más avezados, nada hace suponer que no los haya, se tropiecen con esta pequeña gema, aunque éste quizá sea un libro para curtidos, lo que está pasando hace demasiada mella en las peladas nalgas de los artistas de la mancillada generación de Tachera, los estragos derivados del putrefacto tinglado se asoman en cada una de las páginas de este preclaro cancionero subdividido a la sazón en cuatro pequeñas partes como cuatro soles, que diría un cursi o un contumaz, es una broma personal, una primera donde ahonda es esto mismo, en la mamandurria, en los pormenores de esa detestable añagaza urdida por los miserables que te mandaron a la puta calle a ti, a él, prácticamente a todo vuestro círculo, generación noqueada, ahora a duras penas recobrada de los golpes, reinventada sin el mínimo auxilio de los próceres, para qué insistir, tristemente asumida la cosa está, en la segunda aborda la faceta crápula, en la tercera la elucubración, el receso, el desaliento, y en la cuarta el amor que salva, que revitaliza, que recompone, aunque transite fugaz, como una de esas inquietas estrellas que no dan pie a clamar el deseo a satisfacer, y entonces hay que partir de cero, es lo que toca, o es que acaso el trasiego de las mentalidades sensibles no se reduce a una sucesión de comienzos, leído y releído el librito hay gazuza de más, así que sólo nos queda desear que el poeta siga alimentando a conciencia el cuero de sus viejos botines, no desista en su empeño de incurrir luces y sombras y se preste a contarnos la jugada tal y como ha hecho en este Cántico de esparto, y con respecto a los orgullos, lo que no reconcilien los orgullos que lo reconcilie el arte, y si no es suficiente con el arte, reivindiquemos nuestra condición de hermanos, puñeta, que de la familia uno no se puede librar tan fácilmente, y con los desencuentros, qué diablos, con los desencuentros, pelillos a la mar.

*

SIN PENA NI GLORIA

Mi única aspiración en la vida es morir sin pena ni
gloria.

Llorar en silencio
triunfar desapercibido
despedirnos sin narcisos.

Morir sin pena ni gloria.
Mientras ladra un perro callejero
en tañir la campana sombra.

Morir sin corona
con mi última canción desvanecida
bajo la ducha de una mujer cualquiera.

Acabado sin alharaca
ante un puñado de personas que saben dejarme en paz
sin pena ni gloria.

*

Cántico de esparto ha sido publicado por Ultramarina Editorial, 2017

Edi Tachera