Durante
un breve periplo vacacional, vagando por
la Meseta Norte ,
di con mis huesos en un pueblo llamado Halagos del Matón. La carretera comarcal
que lleva a la parroquia sobrevive sin apenas mantenimiento, con la maleza desbordando los
márgenes y cubriendo señales de aviso que pueden verse o no, dependiendo
del capricho de una voluntad intangible, consciencia de la región misma, el
azar funambulista... Allá cada cual con sus credos, vaya. Hay que ver primero
un letrero oxidado y, segundo, hay que dejarse llevar guiados por la fuerza que
ejerce lo insólito del nombre que bautiza el pueblo y decidirse a tomar la
desviación. Yo así lo hice. Una densa bruma me acompañó durante un buen trecho
hasta toparme con las primeras casas. Conforme iba adentrándome por unas calles estrechas que hacían
complicada la circulación en coche, la atmósfera fue aclarándose hasta que el
cielo fue un trazo azul entre dos líneas blancas. La aparición de un solar
vacío se me antojó de lo más oportuna, y
tras estacionar el coche pude continuar con mi paseo hacia las entrañas de
Halagos del Matón tranquilamente a pie. Pese al mes en el que nos hallábamos,
agosto, el ambiente era húmedo y la sensación global era la de hallarme en un pueblo
cualquiera de la comarca; aunque, afilando los sentidos, pequeños detalles
desconcertantes salpicaban el recorrido.
De una antigua casa señorial, algo decrépita, me llamó la atención un blasón de
piedra en el que aparecía esculpido toscamente un mono de expresión
lastimera introduciendo su falo en una
especie de masa vegetal que no pude identificar; un endrino, quizás. La
antigüedad del tallado y la gravedad de su ejecución eran evidentes; ahora
bien, el concepto…. Intentar ensamblar un simio con la historia de esta zona del
norte de Castilla requería grandes dosis de imaginación y si, encima, éste se
hallaba copulando con un arbusto endémico… Las elucubraciones derivadas de esta
imposible dualidad me sumieron en un estado de alerta festiva, por definirlo de
alguna manera. Proseguí pues con el macaco dendrófilo ocupando mis
pensamientos, sin disfrutar enteramente de otros detalles que se me ofrecían
generosos, como ristras de excrementos de vaca secos colgando en las casas con
números impares, figuras furtivas tras los visillos desvaneciéndose a mi paso y
los impagables nombres de algunas calles: “Trompetista Rudy Burlas” (¡!)
“Petaflor” (¿?) “Guisantemo” (¡¿?!)…Todavía no me había cruzado con un ser
vivo, a excepción de un pequeño perro mil leches soberbiamente dotado que
defecaba con dificultad, cuando una melodía festiva empezó a culebrear por el
aire… ¿Era el tañido de unos cencerros el que la jalonaba rebotando por las
fachadas? La amalgama sónica fue
aproximándose, hasta que,
doblando la esquina, se materializó una procesión encabezada por unos
tíos con capirotes tocando la flauta y unas grandes campanas amarradas a la
chepa con correas de cuero.
(continuará)
*El relato de Gómez es consecuente con las formas estéticas del Movimiento Analsibarita, fundado por el autor y un servidor en el verano de 1997. E.L.
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