Hacerse uno con el dolor es volverse indestructible.
Alan Pauls
Hay obviedades en las que no está de más insistir, máxime cuando brota tanto diletante a veces hasta bienintencionado de algo contra todo pronóstico aún bien considerado como la lectura o la escritura: descartado definitivamente un mínimo rigor en publicaciones especializadas, en los separatas culturales o en los audiovisuales dedicados al mundo del libro que te remiten como si no hubiera un presente una y otra vez a los dos o tres sempiternos autores mainstream, los colegas de encomienda empecinados en hacernos con alguna novedad que merezca la pena a menudo asumimos entre nosotros la función de libreros. Así, se te suelta el nombre del fulano o fulana a descubrir y tú correspondes con otros nombres que presupones que el amigo no conoce, y como confías en su criterio y él en el tuyo cada cual se busca la vida por su cuenta o mejor sigue indicaciones precisas y a duras penas al final logras agenciarte algo de ese alguien del que se te ha hablado más que bien. Los tiempos han cambiado, pero el enemigo es prácticamente el mismo: antes era el régimen el que perseguía los títulos considerados impertinentes; ahora, en esta época de calzoncillerismo cavernícola y progresismo cacahué, la lectura decente es excluida de la luz pública por un sistema tan insaciable en lo que a la viruta se refiere como escandalizable hasta el patetismo para con la relajación de usos y costumbres. En el pasado la literatura incómoda estaba al alcance de muy pocos, oculta en trastiendas de librerías enrolladas, en bibliotecas privadas o allende fronteras más permisivas; en esta obtusa postmodernidad poco margen para artistas reales hay frente a la continua promoción atada y bien atada por el contubernio medios-editoriales arribistas.
Dos hallazgos impresionantes me llegaron desde Madrid vía Pablo Cerezal, uno de esos artistas de los de verdad que día a día se afanan en sortear las celadas y los obstáculos dispuestos en el camino con la mala saña habitual por el sistema, en los albores de un contacto aún no presencial, hace ya algunos años. Se trataba de unos tales Claudio Ferrufino-Coqueugniot y Pepe Pereza. El exilio voluntario del primero apareció un buen día sorpresivamente en mi buzón y, claro, tal y como les ha ocurrido a tantos y tantos otros, aquellas páginas me hicieron poner en tela de juicio todo lo que había escrito hasta el momento, cualquier añadido sería redundar casi lambisconamente en lo ya abarcado en reseñas, artículos, prólogos, radio e incluso en la letra de una ranchera o más bien de una suerte de corrido punk. A Pepe Pablo no es que me lo recomendara de forma explícita, simplemente lo citó muy de pasada al final de un texto que tuvo a bien escribir en una arrebatada noche de vino y hachís sobre una novela que yo acabada de publicar quizá para agradecer la bellota prensada que tirando de un amiguete fumeta le envié oculta en un cedé que incluía canciones de mi conjunto del momento. No recuerdo cómo contacté con Pepe, el caso es que una mañana la señora cartera habitual llamó a mi puerta para entregarme un paquete que contenía el libro de relatos Esquinas y la fascinante novela Se ruega silencio. Apilé los volúmenes entre las muchas lecturas pendientes y he de reconocer que me olvidé de ellos. Al año y pico, tras topármelos en un ordenamiento que ya iba tocando, decidí que les había llegado la hora. El dinámico libro de relatos fue lo primero que ataqué; luego la novela, que me dejó, insisto, totalmente fascinado. Un auténtico descubrimiento: estructura impecable, prosa atinadísima, fondo de idiosincrasia tan conmovedora como descacharrante; una historia llena de momentos para el alborozo, la esperanza y la resignación. Una novela total de un escritor total. Encargo el libro de relatos que Pepe recién acababa de publicar y retomo el contacto. A los meses me confía el manuscrito de lo que será su nuevo libro, La química del color. Lo devoro en una tarde, excepto el último de los relatos que contiene: tengo una cita inexcusable y se me hace tarde. Ya sé que estoy ante lo mejor de este autor. Al día siguiente, la lectura de aquel último relato – una de las indiscutibles obras maestras del libro, la más memorable de todas– me hiela la sangre.
Mi par de sustos en comparación con el que se relata en aquellas fascinantes líneas de «Azul» fueron meras pendejadas, lo que no es óbice para que conozca bien eso de que el miedo te acapare cuerpo y pensamiento. Yo también he sido reo de la dolencia, también he vivido esa aséptica soledad de sala de espera de hospital, aguardando una sentencia que puede mandarlo todo al traste o el indulto redentor; me he susurrado ánimos al oído, he intentado reflejar una templada sonrisa dedicada a mí mismo ante los cristales que me separaban de la ristra de ambulancias estacionadas bajo una intempestiva lluvia de madrugada; me he cagado de miedo en las previas a las pruebas, y no sé qué acababa doliendo más, si los pinchazos o la incertidumbre recorriendo las venas hasta detenerse en váyase usted a saber qué lugar oscuro del alma. También recurrí a la escritura como terapia. Nada mejor para olvidar el trauma que escribir sobre lo que te está pasando, en esto, como en tantas otras cosas, no inventamos nada. En mi caso, lo hice a chaparrón escampado, lo que no tiene tanto mérito. El mérito de Pepe es que lo hace en caliente. Más ligera es mi calamidad que esta otra, que dijera el rey Schahzamán en Las mil y una noches. Deslumbrado por la lectura -e inmediata relectura- del libro, le insisto al autor en que debería buscar buen cobijo para semejante obrón, entendiendo por esto, lerdo de mí, que lo intente en concursos y que le entre a alguna editorial de postín. Que apunte alto, vaya. Incluso creo que le facilité algún contacto. Se mostró efusivo al respecto, y hasta puede que se pusiera a ello. Ni idea, porque entonces se advino lo de mi desconexión con el mundo. A día de hoy no sé si se trató de un experimento o de simple hartazgo. Los meses siguientes corto todo contacto con casi todo lo que no se pueda tocar y reduzco la digitalia a su mínima expresión. Decido posponer hasta cualquiera sabe cuándo mi regreso al planeta caos. Cierro las redes y abro muchos libros. Ignoro si progresan los proyectos de mis colegas. Entre ellos el de Pepe. El problema viene cuando el segundo gran susto de mi vida lo funde todo a negro. Literalmente. Incluso se me arrebata el refugio de la lectura. Casi me marco un Borges, y no me refiero a que de repente los dioses me premiaran con el don del talento, ya quisiera yo. Pero ésa es otra historia que no viene al caso, ya dejé entrever que con final feliz. Regreso a los bares y alguien bastante dado a la lectura me comenta que se ha enterado por cierta red social de que lo de aquel tipo del norte del que le hablé se había publicado. Vuelvo a contactarlo y al poco el libro me llega a casa. Me alegra saber que no me hizo caso, o que si me lo hizo los dueños del cotarro pasaron olímpicamente de él. Con su pan se lo coman. La edición que se ha currado Adriana de Aloha! es insuperable: gran formato, estupendas ilustraciones de Valle Camacho..., el desusado detalle de incorporar una cinta de registro, roja para más esplendor... Una edición de lujo para una colección de relatos de lujo. Hacer las cosas con amor es lo que tiene.
La nada impostada afabilidad de Pepe no se corresponde de ninguna manera con esa imagen de testosterónico malencarado de las fotos. Pepe -ya hay algún audiovisual por ahí que corrobora esto- es un tipo que tiene las cosas más que claras: primero, vivir; luego, escribir, y si resulta que de ello sale algo grande, pues mira tú que bien; si no, pues a seguir pedaleando y ya se verá. Es emotivo y nada quejoso, poco que ver con lo de todos esos colegas de ego afectado que exponen sin ningún pudor sus miserias en los vertederos digitales, algo que no puedo evitar que me cabree sobremanera, sobre todo cuando protagoniza la caranalgada alguien a quien hasta el momento respetaba. Pepe es exactamente como su prosa: bestia y tierno a la vez. Se suele encuadrar lo suyo -él no lo niega- con la tradición de esos tres máximos representantes del realismo sucio gringo. Ésos cuyos apellidos empiezan por las iniciales F, C y B, aburre hasta escribir sus nombres. Y, vale, va, está bien, puede que en sus libros se hallen trazas de todos ellos; pero creo que incidir siempre en el particular cuando se habla de lo de Pepe es simplificar bastante las cosas, aparte de caer en un rechinante topicazo. A mí, y discúlpeseme que barra para casa, se me ha venido a la mente en las tres lecturas más que exhaustivas de La química del color a mi Lou Reed del alma, mire usted por dónde. Me explico: hay algo muy común en el fondo (incluso en la forma, me refiero a usar las palabras justas y a las estructuras hiperapuntaladas, algo muy norteamericano) entre el poeta eléctrico neoyorquino y nuestro autor. Ambos nos proponen historias protagonizadas por unos personajes que sometidos a un estrés intolerable se dirigen irremisiblemente hacia al abismo. Algunas veces -las menos- logran salvar algún mueble, es decir, acaban conformándose con sobrevivir prescindiendo de toda emoción (Renunciaron al sueño y se adaptaron / a una pequeña dicha y su tristeza. / La vida no da más, seguramente, que escribiera el grandísimo Fonollosa); en otras -las más- acaban en el caos absoluto (remito por ejemplo a «Oh! Sweet Nuthin'», o al Berlin de pe a pa, o a «Halloween Parade, o a «Dirty Blvd.» y tantas y tantas coplas del carajaula de Brooklyn, que por cierto siempre se vio a sí mismo más escritor que músico). Ambos autores -formato canción o relato es en realidad lo de menos, el arte extremo histérico no distingue géneros- asumen que no pueden hacer nada por evitar el desastre, que lo único que pueden hacer es mostrarse compasivos con las víctimas de un sistema y de unos prójimos despiadados. Al tío Lou le hubiera encantado este libro. Sirvan estas líneas como homenaje en las puertas del décimo aniversario de su despegue hacia el satélite del amor.
He leído alguna reseña por ahí que desmenuza las piezas de este glorioso engranaje. No seré yo quien diseccione una a una esta colección de pequeñas obras maestras (ni, como se ve, que escriba una reseña al uso, más que nada porque no sé). ¿Con cuál o con quién quedarte? ¿Con el de la culebra mamona? ¿Con el del demente rural erotizado? ¿Con el del pimpollo y la madura del motel? ¿Con el del eremita despechado? ¿Quizá con la pobre Irene y su terrorífica derrota preprogramada? Sin que sirva de precedente, una concesión a los mendrugos que gustan de poner números en las reseñas, aunque en otro sentido, claro está. Sólo se me ocurre el ocho. Casualmente el número de relatos que contiene esta puñetera joya de libro, todos de diez. A los aludidos al principio de este texto, una pequeña exhortación para finalizar: déjense de melindres, contribuyan con la causa y háganse con un ejemplar de La química del color. Sus entendederas seguro que se lo agradecerán. Hasta pronto (si tal).
La química del color ha sido publicado por Aloha! Editorial.
https://www.alohaeditorial.com